7 nov 2008

La Crónica de Lobo Antunes

Dos más dos cuatro es una pared

Son las once y siete de la noche, levanto la cabeza hacia la ventana de la cocina y veo, repetido en el cristal, a un hombre que escribe sentado a la mesa, con una de sus manos en el papel y la otra en la frente. En la encimera, naranjas, frascos transparentes que brillan, un frasco oscuro entre los frascos transparentes

(¿qué tendrá dentro?)

y a mi alrededor y a través de mí luces de casas, árboles negros, la lluvia que multiplica los movimientos y les cambia el color, ora azules, ora amarillos, ora casi rojos. Ahora es la mano que sujeta la pluma la que recorre la frente con los dedos, despacito. Vuelvo a escribir y el hombre escribe también. Yo escribo esto. Él, aunque me imite en todo, juraría que escribe cualquier otra cosa. ¿Qué? Poniéndome en su lugar, supongo que imagina que soy yo quien escribe cualquier otra cosa. Probablemente, ninguno de nosotros escribe esto. Probablemente ambos escribimos cualquier otra cosa. ¿Cuántos seré?

Automóviles en el viaducto, con faros que se duplican en el asfalto mojado. Los faros de los automóviles, redondos; los faros en el asfalto húmedo, alargados. Me rasco la cabeza, el hombre se rasca la cabeza. Intento no mirarlo.

No sé si os parecerá extraño lo que voy a decir, pero hay momentos en que siento junto a mí a las personas que han muerto. Un peso de presencias como cuando sabemos, por un pálpito, en la espalda, que nos observan al pasar. Nos volvemos y es verdad: ahí hay una cara fija en nosotros que se desvía enseguida. La cara de un extraño o de una extraña que no volveremos a encontrar. Hay momentos en que da la impresión de que las cosas repiten mi nombre. ¿Qué harán las personas que han muerto cuando no están conmigo? ¿Cómo logran adivinar que estoy aquí?

Cuando una persona escribe, todo se vuelve tan extraño: caminamos solos en un desierto de voces, de recuerdos que no nos pertenecen, de deseos ajenos. Dos más dos no da cuatro, da veintidós. Dostoievski afirmaba que dos más dos cuatro es una pared. Cuando una persona escribe, se instala en ella otra lógica que nos asusta. Al dejar el trabajo para el día siguiente, se tarda en volver al mundo de los otros, donde hay grifos, impuestos y periódicos. En el tejado frontero al mío, un gato bajo la lluvia. Acaba encontrando refugio junto al canalón.

Dentro de poco acabo esto, junto los folios y me levanto. Los golpeo sobre la mesa para emparejarlos. El António Lobo Antunes del reflejo golpea los suyos en el cristal para emparejarlos. Cuando se publique la crónica, ¿cuál de las nuestras saldrá?

Doce de la noche y diecinueve en el reloj redondo. Hoy, el viento ha sacudido los árboles toda la tarde. Un mendigo viejo y una gitana con su hijo en brazos pedían limosna junto a un semáforo. El marido de la gitana echó al viejo. El viejo se acuclilló bajo la arcada de un edificio rezongando. Usaba una chaqueta sorprendente, a mitad de camino entre el oficial de Marina y el portero. Y pantalones galoneados. En una de las rodillas un remiendo con una tela diferente. Botas destrozadas. Un anillo en el pulgar. El marido de la gitana, en cambio, tenía una dignidad de embajador asirio. Los conductores de los automóviles ante quienes se inclinaban podrían ser sus criados. La gitana con el hijo en brazos desentonaba al lado de esta pareja de aristócratas: delgaducha, fea, con un defecto en el labio. El agua se le escurría del pelo, de la nariz, de la frente. Si siguiese lloviendo, las facciones se le escurrirían también y quedaría vacía. El viejo navegante fumaba como quien bebe zumos con pajita, hacía caer la ceniza con la uña veterana. Comienzo a luchar contra el sueño para acabar este texto. Es el reflejo el que abre la boca, no yo. Además, se parece cada vez menos a mí, me hace acordar al individuo con el que me encuentro por la mañana lavándose los dientes, todo párpados y sin afeitar, observándose a duras penas o instalándose en el bidé, sin quitarse el pijama, con la intención de seguir durmiendo. Abro la ducha para despabilarlo: allí está él, de pie detrás de la cortina, mirando el jabón y preguntándose

-¿Para qué sirve esto?

El jabón resbala en la bañera. Intenta cogerlo con el pie, atraerlo hasta el borde sin dejarlo caer, en una operación laboriosa. El jabón se asemeja a un caramelo gigante. Pensándolo bien, tal vez sería mejor publicar la crónica del hombre reflejado en la ventana de la cocina. Ninguno de los dos repara en el otro, él allá y yo aquí, imitándonos. Cuál de los dos entregó la moneda a la gitana que ni siquiera dio las gracias, la escondió luego en una especie de chal y salió de carrerilla bajo la lluvia hasta la marquesina de la parada del autobús donde un señor con gabardina fingió no verla, preocupado por una mancha en la manga, frotando, frotándola. En la encimera de la cocina, naranjas, frascos transparentes que brillan. No sé por qué motivo hay una rosa en un vaso. Medio seca, pobre, las hojas del tallo pálidas, los pétalos que poco a poco se ennegrecen. La cabeza de la rosa va inclinándose, inclinándose, acercándose a la mía. Ya no huele. Ningún automóvil en la calle. El gato ha desaparecido. Me llevo los folios y, al llegar a la puerta, me doy cuenta de que el hombre del reflejo sigue escribiendo. Publiquen su crónica y tiren ésta. De todos modos, no llegaré a terminarla.

António Lobo Antunes
27/05/2006

http://www.elpais.com/articulo/semana/pared/elpepuculbab/20060527elpbabese_14/Tes